Esta semana no es una más en el calendario. Es un viaje interior.
Una travesía desde la aclamación de un pueblo hasta el silencio de una tumba.
Desde la esperanza, pasando por la traición, hasta llegar a la cruz…
Y finalmente, a la vida que vence a la muerte.
La Semana Santa comienza con palmas.
Jesús entra en Jerusalén montado en un burro, recibido como rey.
Pero no era un rey como los demás.
No buscaba tronos, ni espadas, ni gloria humana.
Buscaba corazones dispuestos… corazones que escucharan el susurro del cielo.
Y en medio de esa multitud que gritaba “¡Hosanna!”,
ya se escondían voces que, unos días después, gritarían: “¡Crucifíquenlo!”
Qué frágil es la fidelidad humana. Qué corto es nuestro amor…
Y aun así, Jesús siguió adelante.
El jueves lo vemos lavando los pies de sus discípulos.
Jesús, el Hijo de Dios… arrodillado, sirviendo.
Sabía que uno lo traicionaría. Que otro lo negaría.
Y aun así, les ofreció pan… y amor.
Porque así es el amor verdadero: no se detiene ante la decepción.
Luego viene Getsemaní.
Ahí, en el jardín, lo vemos orando, llorando, temblando.
Jesús, el Salvador, también tuvo miedo. También dijo: “Padre, si es posible, pasa de mí esta copa…”
Pero concluyó con las palabras más poderosas que alguien pueda pronunciar:
“…pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.”
Y llegó el viernes. El día del dolor.
El día en que el cielo se oscureció y la tierra tembló.
Jesús, inocente, fue condenado. Azotado. Humillado.
Y colgado en una cruz.
¿Por qué? ¿Por qué tanto sufrimiento?
Por amor.
Por redención.
Por ti.
Por mí.
“Nadie me quita la vida”, dijo Jesús, “yo la doy voluntariamente” (Juan 10:18).
Fue su elección. Y fue su victoria.
La cruz no fue un símbolo de derrota, sino de entrega.
Un altar donde el Cordero de Dios se ofreció para borrar toda culpa, para restaurar lo que estaba roto, para darnos acceso directo al corazón del Padre.
Y luego… el silencio.
El sábado.
El día en que todo parecía perdido.
El cielo calló. La tierra esperó. Y los discípulos huyeron.
Tal vez tú también has vivido un sábado así.
Un día donde no ves respuestas. Donde todo parece terminar.
Donde el dolor y la duda ocupan el lugar de la fe.
Pero escucha bien: Dios también habla en el silencio.
Él obra cuando no lo vemos.
Él sana cuando creemos que ya no hay esperanza.
Porque el domingo… siempre llega.
Y en la madrugada del tercer día,
la piedra fue removida.
La tumba estaba vacía.
Y la vida… venció a la muerte.
Cristo resucitó.
Y con Él, resucitó nuestra esperanza.
Hoy te invito a que vivas esta Semana Santa desde lo profundo.
No como una costumbre, no como una tradición vacía…
sino como una experiencia viva, real, íntima.
Mira la cruz.
No con culpa, sino con gratitud.
No con miedo, sino con reverencia.
Permite que ese amor inmenso y eterno sane tus heridas,
calme tus preguntas, y renueve tu fe.
Jesús no vino a condenarte.
Vino a abrazarte.
A rescatarte.
A decirte: “Yo estoy contigo todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20).
Que estos días santos sean una oportunidad para encontrarte con el amor más grande que existe. Que el silencio de la cruz y el eco del sepulcro vacío te llenen de vida.